16 julio 2009

A 59 AÑOS DEL MARACANAZO...

Si alguien quisiera hacer una lista de las mayores sorpresas en la historia del fútbol, vendrían a la mente varios resultados asombrosos: la eliminación de Italia a manos de Corea del Norte en el Mundial del 66 (con gol de Pak, un dentista de Pyongyang que practicaba el fútbol en sus ratos libres), la derrota de Argentina frente al por ese entonces debutante Camerún en el partido inaugural de Italia 90, la consagración de Grecia como campeón de la Eurocopa 2004...
Pero hay un hecho que dejó su marca en la vida de este maravilloso deporte: el Maracanazo de 1950.

Brasil y Uruguay disputaron aquella final de la Copa del Mundo el 16 de junio de 1950 en el Maracaná.
El dueño de casa estrenaba el estadio más grande del mundo. Brasil era una fija, la final era una fiesta.
Todo estaba dado: por el sistema de liguilla utilizado para la fase final de aquel torneo, los brasileños se consagraban campeones con tan sólo un empate.
Los jugadores brasileños, que venían aplastando a todos sus rivales de goleada en goleada, recibieron en la víspera, relojes de oro que al dorso decían: Para los campeones del mundo.
A la salida del estadio se encontraban once limusinas listas para llevar a cada uno de los jugadores brasileños a sus hogares.

Los principales diarios de Brasil ya tenían sus primeras planas impresas, las carrozas estaban preparadas para encabezar el carnaval de los festejos y ya se habían vendido más de 500.000 camisetas con la inscripción de: “Brasil Campeao 1950”, el estadio se encontraba decorado con pancartas que decían: “Homenaje a los Campeones del Mundo”, además la Casa de la Moneda había acuñado monedas conmemorativas con los nombres de los jugadores brasileños, la banda de músicos presente en el estadio, quienes al finalizar el cotejo debían tocar el himno del ganador, no tenían la partitura del Himno Uruguayo. Incluso el mismo presidente de la FIFA, Jules Rimet, que estaba convencido del triunfo local, en el bolsillo derecho de su saco llevaba un discurso en homenaje a los campeones brasileños, escrito en portugués.
Ya todo un país celebraba aquella victoria inevitable.


Cuando llegó el gol de Ghiggia, estalló el silencio en Maracaná, el más estrepitoso silencio de la historia del fútbol, y Ary Barroso, el músico autor de Aquarela do Brasil, que estaba transmitiendo el partido a todo el país, decidió abandonar para siempre el oficio de relator de fútbol.
Estaba a punto de finalizar el partido, Brasil atacaba con todo lo que tenía.
El delantero Friaza envía un centro desde la derecha al arco charrúa, la pelota cae por el segundo palo y antes de que el guardameta la pueda contener, debido a la ilegal carga de un delantero de Brasil, el volante Schubert Gambetta toma el balón con ambas manos ante la recriminación de casi todos sus compañeros.
Él sólo atinó a decirles entre lágrimas: “Terminó, terminó”.

EL DIA MAS TRISTE DE LA HISTORIA DE BRASIL:
El pueblo carioca se sumió en la mayor congoja colectiva que se tenga memoria provocada por un hecho deportivo.
La gente deambulaba por Río de Janeiro en silencio, otros lloraban sin encontrar consuelo.

Por un día Brasil se vistió de luto, las enormes fiestas populares programadas se suspendieron y la alegría seguro que no fue brasileña.
Los comentaristas deportivos calificaron aquel partido como “La peor tragedia de la historia de Brasil”.
Al día siguiente un diario tituló “Nuestro Hiroshima”.
El periodista brasileño Mario Filho, ideólogo del Maracaná, escribió en su columna: “La ciudad cerró sus ventanas, se sumergió en el luto.
Era como si cada brasileño hubiera perdido al ser más querido.
Peor que eso, como si cada brasileño hubiera perdido el honor y la dignidad.
Por eso, muchos juraron aquel 16 de junio no volver nunca más a un estadio de fútbol”.
Mientras tanto, el diario Clarín de Argentina titulaba: “La derrota por 2 a 1 en el Maracaná provocó hasta suicidios”.
Tan grande fue la tristeza brasileña que por dos años su seleccionado de fútbol no volvió a disputar un partido internacional.
Incluso, a partir de ese momento, dejó de utilizar su tradicional conjunto de medias, pantalón y camiseta blanca con puños y cuello azul, el cual venía usando desde sus comienzos.

LA CONDENA DE MOACYR BARBOZA:
Para el arquero de Brasil, Moacyr Barbosa, quien tuvo una intervención poco feliz en el segundo gol uruguayo, la vida dio un giro de 360 grados, y se convirtió de un día para otro en un verdadero infierno.
Bastaba que ingresara a un bar cualquiera en Brasil, para que todos los clientes del mismo huyeran como si hubieran visto a un fantasma.
Sobre ésta y otras reacciones que tuvo el pueblo brasileño, recordaba el guardameta: “Si no hubiera aprendido a contenerme cada vez que la gente me reprochaba lo del gol, habría terminado en la cárcel o en el cementerio hace mucho tiempo”.
También recordó en su momento el hecho más triste de su condena futbolística: “Fue una tarde de los años ochenta en un mercado.
Me llamó la atención una señora que me señalaba mientras le decía en voz alta a su pequeño niño: “Mirá hijo, ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil”. Moacyr Barbosa, trabajó durante más de veinte años en el lugar que le dio el mayor disgusto futbolístico: se desempeño en la intendencia del Maracaná.
Y de premio a su excelente labor y debido a que se avecinaba una gran remodelación en el estadio, su administrador le ofreció los dos palos y el travesaño del fatídico arco, regalo que no despreció.
Convocó a sus amigos, y ante tanta expectativa creada, con un bidón de nafta y un encendedor decidió eliminar al testigo más cercano de aquella olvidable tarde. De esa forma, el arquero pensó que podría exorcisarse del mote de “mufa” que le endilgaron algunos, pero no fue así.
En 1993, fue echado de la concentración de la selección brasileña, por el entonces ayudante del técnico Mario “Lobo” Zagallo, adonde había ido para desearle suerte a los jugadores que luego se consagraría en el Mundial del 94.
Poco antes de morir, dijo desconsolado: “En Brasil, la pena mayor que establece la ley por un matar a alguien es de treinta años de cárcel.
Hace casi cincuenta años que yo pago por un crimen que no cometí y yo sigo encarcelado.
La gente todavía dice que soy el culpable”.
Otra frase que se le escuchó en sus últimos días fue: “No fue culpa mía, éramos once”.
Barbosa falleció el 7 de abril del 2000, aislado y pobre.
Quien fuera (a pesar de la mala intervención en el segundo tanto charrúa) uno de los mejores arqueros de la historia de Brasil, murió en la pobreza y el olvido.
A su entierro asistieron 50 personas, entre familiares y amigos.
Ninguna figura se hizo presente, ningún dirigente del fútbol carioca estuvo despidiéndolo.
Al día siguiente uno de los diarios más importantes de Brasil sintetizó la vida del guardameta en el título.
Allí se podía leer: “La Segunda Muerte de Barbosa”.


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